Al sur del Perú, a casi 4 mil metros de altura, el Titicaca, un inmenso espejo lacustre, alberga a cálidas comunidades que han encontrado en el turismo vivencial la clave para la preservación de sus ancestrales costumbres. En este viaje de medio día, visitamos a Los Uros y a los pobladores de Taquile.
Partiendo desde el puerto de Puno, a 10 minutos del centro de la ciudad, una embarcación nos interna en el lago durante 20 minutos. Aparecen canales demarcados por totora -planta acuática vital aquí-, que nos preparan para la sorprendente imagen: un pintoresco archipiélago flotante, construido en base a la misma totora. Sonrientes mujeres de coloridas vestimentas nos reciben a voz de ‘kamisaraki’ y ‘waliki’, términos aymara para ‘¿qué tal?’ y ‘bienvenido’, y nos ayudan a descender.
Nos sentamos sobre la mullida superficie y escuchamos a Pablo, presidente de la isla que visitamos, quien nos explica las curiosidades de vivir en medio del Titicaca. En Los Uros casi todo está hecho de totora. Sus 100 islas, ancladas al fondo del lago, están construidas sobre varios metros de las raíces de dicha planta, apilando los tallos en capas trenzadas que deben agregarse cada 15 días. Las viviendas pueden mantener la estructura ancestral cónica (chucllas) o una más moderna con techo a dos aguas, usualmente con una sola habitación donde habita toda la familia.
Nos cuenta también que hay diferentes tipos de islas con restaurantes, miradores, alojamientos para turistas, campos deportivos, postas médicas, entre otras. En ellas se aprovecha la luz solar con paneles y algunas hasta tienen conexión a internet. Los hombres se dedican a la cosecha de totora, caza de aves, pesca y comercio o trueque con otros pueblos; las mujeres, a la cocina, cuidado del hogar, atención de los visitantes y elaboración de artesanías.
Después de adquirir versiones en miniatura de las embarcaciones de totora que representan cómo vivían sus antepasados, nos dirigimos a otra isla, una más comercial. La llegada de la lluvia nos obliga a resguardarnos bajo techo, acompañando la espera con un café o una infusión –nos recomiendan la de muña o coca para el malestar de altura. En una bien surtida bodega, un ureño visa los pasaportes de los turistas por 1 sol, con un sello que indica que visitamos el lugar.
Continuamos el viaje, navegando rumbo a la Isla de Taquile, acompañados de chokas, keñolas y patos andinos pescando y zambulléndose en las frías aguas. Nuestro guía nos explica que hay más de 100 tipos de aves en esta zona, además de más de una decena de especies de peces, entre ellos el carachi y el mauri que están en peligro de extinción. El cielo se va despejando hasta descubrir un degradé azulino y al sol radiante, como si siempre hubiese estado iluminando la vegetación taquileña a la que nos vamos acercando.
Desembarcamos e iniciamos la caminata de cerca de una hora en busca de la familia que nos acogerá. Seguimos un largo camino de piedra y pasamos bajo un curioso arco que señala el inicio de cada sendero hasta el centro de la isla. Vamos observando huertos y campos de flores junto a algunas casas de adobe, construidas en comunidad. Antiguamente parte del Imperio inca, Taquile mantiene hasta la actualidad el trabajo colectivo como base social. Es la única isla quechuahablante del Titicaca, pero luego de la conquista española, adoptó también el castellano. Recorremos los bordes isleños y nos tomamos un momento para contemplar la hermosa vista panorámica: transmite paz y nos permite apreciar la belleza natural de este escenario rural.
Llegamos al hogar de Aquiles y su familia, donde nos ofrecen un delicioso almuerzo con ingredientes locales. Agradecemos unos de los panes caseros más ricos que hemos probado. Les siguen una deliciosa sopa de quinua y una trucha frita con papas, acompañada de una infusión de muña que nos revitaliza luego de la excursión.
Lo mejor viene después, cuando nos explican las particularidades de su vestimenta, que contrasta con las de las poblaciones vecinas. Taquile toma su nombre de Pedro Gonzales de Taquila, a cuya corte perteneció en el siglo XVI. Los españoles impusieron la vestimenta rural, pero esta se fusionó con elementos precolombinos: los hombres usan camisa blanca, chaleco, pantalón negro, faja y un chullo que diferencia su status y estado civil –rojo y blanco para solteros y rojo sólido para casados-; las mujeres, chompa roja, faldas y faja multicolores y un manto negro.
Pero en Taquile, lo que más destaca, además del hermoso paisaje, son los tejidos. Tal es su importancia y calidad que son Obra Maestra del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad por la UNESCO y parte de la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Los hombres tejen con agujas y las mujeres con telares prehispánicos. Entre las prendas, destacan el cinturón calendario, en el que representan ciclos anuales agrícolas, elementos de la tradición oral de la comunidad y de su historia, y el cinturón que las mujeres preparan para su esposo al momento de casarse, en el que incorporan sus largos cabellos entre las hebras del tejido.
A continuación, una taquileña nos hace una demostración del uso de elementos naturales para el lavado y preparación de los textiles. Luego, ella y los jóvenes de la casa realizan una danza acompañada por los sonidos de un bombo y zampoñas. Nos invitan a participar y nos unimos en la celebración, esperando estar a la altura de la ocasión.
Al finalizar, aprovechamos para llevar con nosotros uno de sus hermosos chullos. Con esto, agradecemos las atenciones y emprendemos el retorno a la bahía cercana. Ya en la embarcación, mientras observamos el horizonte, dejamos atrás una visita que, en solo unas horas, nos transportó a otro mundo, uno apacible, que nos hace valorar las diferentes tradiciones humanas y que comprueba la posibilidad de una vida en armonía con la naturaleza que nos rodea.